En los últimos quince años, a menudo he subrayado en mis diversos escritos que la relojería mecánica, y más aún cuando es complicada, era demasiado rígida, demasiado solemne. En una palabra, demasiado protestante. Esta solemnidad e inmenso respeto hacia los mayores no debe, sin embargo, ser un freno constante a la evolución.

Me explico. Crear relojes, sobre todo en la época en la que la industria estaba todavía en sus inicios no era un asunto menor. Como no se podía contar, como ocurre hoy día, con una tecnología perfectamente controlada y totalmente industrializada, cada creador de relojes debía adquirir un casi total conocimiento de la construcción de todos los componentes de un reloj, pasando por la caja, la esfera o las agujas, por no dar más que tres ejemplos. Como todo se hacía a mano o casi, era preciso mucho tiempo para construir un guardatiempos. Después, poco a poco, hacia el primer tercio del siglo XIX, los relojeros y los comerciantes avispados se dijeron que si se aliaban serían más fuertes y dinamizarían sus negocios.

Una gran revolución técnica

Algunas excepciones aparte, como Vacheron Constantin y Girard Perregaux que fueron creados en 1755 y 1791 respectivamente, fue hacia 1830 cuando nacieron las manufacturas que conocemos aún hoy. Es, pues, en esta época cuando se construyeron los primeros relojes en serie. Y, por supuesto, no eran relojes de menor calidad que los que les habían precedido. Los obreros de estas «fábricas» se mostraban muy respetuosos con las técnicas inventadas y puestas a punto por sus mayores. Tanto es así que se contentaban con reproducir en gran número lo que se hacía antes a mano en cantidades mucho más reducidas.

Con el correr del tiempo las técnicas de producción se vuelven más sofisticadas, más finas, más precisas y la calidad de los relojes fabricados industrialmente, gracias a las nuevas máquinas, supera a la de los guardatiempos construidos exclusivamente a mano. Esta progresión en el control de la técnica industrial se hace en el más estricto respeto de la filosofía de los relojes que llevaban muy alto el sentido de la calidad.

La técnica pero también la materia

Durante los dos últimos tercios del siglo XIX, los relojeros que trabajaban en las fábricas se esfuerzan por perfeccionar su dominio de las técnicas que les permitían construir relojes excepcionales desde un punto de vista técnico. Sin embargo, en paralelo, desarrollaron el conocimiento de los materiales. Si utilizaban el latón desde hacía tiempo y esta aleación no tenía ningún secreto para ellos, se aplican a adquirir amplios conocimientos sobre el tratamiento del acero, se familiarizan con el níquel y enseguida se sienten totalmente cómodos con los metales preciosos, el oro, el platino y la plata. Todos estos conocimientos diversos hacen el éxito de la relojería suiza, un éxito que perdura aún hoy.

La magia y el sueño

Hoy los relojes mecánicos han llegado a estándares de calidad tales que no dudo en afirmar que el reloj es, sin ninguna duda, el objeto industrial más sólido del mundo y sobre todo el más duradero. Sí, su reloj mecánico funciona 24 horas sobre 24, sufre los golpes, se sumerge bajo el agua, le sigue en sus actividades deportivas y, a pesar de todo esto, no debe preocuparse por su mantenimiento más que cada 4 ó 5 años. Es absolutamente mágico, especialmente si su reloj le indica la fecha de manera perpetua y si su sistema de escape es impulsado por un tourbillon, o un cronógrafo dotado de una magnífica rueda de columna que podrá admirar gracias al zafiro que recubre el fondo de su reloj.

Todos estos relojes son absolutamente magníficos, pero les falta un poco de fantasía. Así, hace más o menos una veintena de años, aparecieron tímidas tentativas de añadirles un poco de color. Después, los jóvenes creadores, un poco francotiradores, comenzaron a declinar la huida del tiempo con distintas y originales formas de visualización. Baste recordar los primeros relojes de Urwerk, que, en lugar de agujas indicando las horas y los minutos, proponían cubos que giraban sobre sí mismos y un contador de minutos retrógrado. Algunos se echaron las manos a la cabeza, otros sonrieron, pero el cambio estaba en marcha. Los relojes iban a evolucionar.

Los nuevos materiales

Cuando los frenos a la innovación y a la audacia se levantaron, la relojería salió de su letargo respetuoso para explorar nuevas sendas. Es así como se descubrió que el titanio podía perfectamente ser utilizado, que las nuevas mezclas y aleaciones del acero hacían las delicias de los ingenieros relojeros y sobre todo -después de que el Grupo Swatch, Rolex y Patek Philippe colaboraran durante 10 años con una sección de la Universidad de Neuchâtel- el silicio, ese metal nacido de la arena, que con su llegada ocasionó una revolución en el mercado, como la cerámica y el carbono.

Hoy la oferta relojera es amplia y diversa. Se encuentran siempre, por supuesto, relojes muy tradicionales, pero se tiene también la oportunidad de adquirir guardatiempos muy «high tech» con mecanismos hechos con cierta fantasía pero respetando el rigor que hizo grande a la relojería. Y esto no tiene nada que ver con los productos electrónicos del estilo Apple, por ejemplo, que se encuentran hoy en el mercado y que no serán más que un micro-fenómeno en la historia de la medida del tiempo.